domingo, 28 de mayo de 2017

Repercusiones -1-


-Agrio.-


El otoño había llegado hacia un mes y medio atrás pero ese año, parecía haberse apiadado de los ciudadanos de La Hoja porque se podía percibir desde el mismo día que esta estación entró con su temperatura suave, -como la habitualmente se percibía a principios de la primavera-, sin llegar a helar, para que los habitantes se acostumbrarán al frío con calma antes de la aparición del inverno.
Sin embargo, este día parecía más frío, silencioso y oscuro del otoño aunque habían árboles que parecían no querer adaptarse a la estación todavía, algunos, ya estaban comenzando a teñirse de dorado y naranja, algo muy inusual para esa fecha tan entradas en otoño. Por lo general, los árboles habrían perdido sus hojas y los pocos pájaros anidados en sus ramas, que aún sé sabían que estaban revoloteando para buscar las escasas semillas antes de emigrar a parajes más cálidos, parecía haber desaparecido de la zona antes de lo acostumbrado.

Las nubes grises estaban aglomeradas, cubriendo el azul claro del cielo  provocando que la capitalina ciudad se viese triste y desoladora con los enormes edificios donde dormitaban las añejas gárgolas de piedras, observadoras silenciosas de la ciudad y sus habitantes.

Las nubes comenzaron a dejar caer su cargamento de agua en una lluvia fina y leve que no parecía un problema para los pocos transeúntes que a esas horas de la madrugada se encontraban en la calle de la ciudad perteneciente al Reino del Fuego.

Un perro rompió el silencio de esa mañana cuando ladró al escuchar el carro tirado por dos corceles de pura sangre de un hermoso pelaje rojizo y de buena crianza.

Los dos caballos habían relinchado cuando el cochero tiró con fuerza de las riendas para frenarlos junto al soez gruñido que emitió, evitando de esta manera no acabar atropellando a una mujer pelirroja que vestía con atuendos humildes y roídos, pues la susodicha se había lanzado a la calle sin mirar, cayendo al frente del carro.

–¡Está demente, mujer!. – Gritó  el hombre a la mujer que parecía haberse paralizado a causa del susto a ser atropellada, soltando lo que poseía entre sus manos, en un acto reflejo, para cubrirse el cuerpo, en un intento de evitar la colisión que nunca llegó a producirse.

– ¡Al ladrón! ¡Detengan a esa mujer!. – Interrumpió los gritos procedentes de tres personas desde el callejón de donde se podía suponer que había salido aquella mujer de cabellos de fuego.

Ante el bramido que emitían aquellas personas que venían corriendo, la mujer se lanzó sin más, bajo las patas de uno los corceles para poder recuperar entre sus manos la hogaza de pan, algo sucia debido al haber caído al suelo.

La pelirroja una vez obtuvo aquel alimento, sin siquiera haber mirado a la cara del cochero que aulló asustado al verla lanzarse hacia los equinos, se marchó corriendo seguida de aquel grupo de personas que vociferaba el mal camino que, probablemente, el hambre la había arrastrado a seguir como una fuerte corriente de agua torrenciales de un bravo río.

–¡Tranquilos!. – Demandaba el cochero para calmar a los dos animales que se había  puestos más nerviosos con los gritos de los que perseguían a la joven.

La ventanilla cubierta por la cortinilla de tela verde que impedía ver el interior del carruaje y sus ocupantes se retiró y por ella, se asomó el rostro de una mujer pero por su aspecto, se entendía que no era más que una criada.

– ¡Tazuna! ¿por qué nos hemos detenido por tanto tiempo?. El señor Madara se pondrá furioso si la señorita Mikoto no llega a la hora. Recuerda que nos dirigimos al casamiento de la señorita y quedó mandado que llegara puntual a la catedral sino queremos ser despedidos. – Reprendió con severidad la joven doncella al cochero y sin dejarlo dar una explicación coherente a ese entretenimiento, la muchacha volvió a esconder su rostro dentro del carruaje, cerrando la cortinilla para que nadie viese a su señora.

– No se preocupe señorita, pronto llegaremos. – Informó con dulzura la muchacha al ver el rostro afligido de su señora que ella interpretó como nerviosismo a tan esperado acto.

Mikoto cerró con fuerzas sus párpados para volver a abrirlos con lentitud, sus ojos mostrando su iris tan negro como la tinta y con un pañuelo, de fina seda blanca, limpió  su nacarada cara de las lágrimas que aún le brotaban a causa del dolor que cargaba su alma.

– Tiene suerte señora, he escuchado que el señor Hatake es un hombre muy bueno y religioso todo lo que puede desear una dama tan bien educada como usted. Es el hombre perfecto para que conserve y cuide el buen nombre de su familia y sea el nuevo "Marqués de Sharingan". – Intentaba reconfortara la criada a su señora. –Debe de estar contenta, mi señora.

–¡Cállate!. – Ordenó Mikoto apretando con fuerza el pañuelo sobre la falda de su vestido nuevo y con el que se iba a casar, al escuchar la ignorancia de su doncella al padecimiento de su desventurado corazón. – ¿Qué sabrás tú de suerte?. – Replicó mientras nuevas lágrimas surcaron sus mejillas hasta caer sobre su traje. –¿Que sabrás tú de la felicidad que anhela alguien como yo?.

– Señorita, no diga eso o ¿no es bueno encontrar a un  buen mozo que la despose y pueda conservar el buen nombre de su familia como el suyo propio?. El señor Hatake será un buen esposo. El os respeta y estima a vuestro padre como si fuese el mismísimo rey del Fuego. Este matrimonio no puede estar mejor arreglado y con el tiempo, os llenará de felicidad  e incluso, estoy segura que dios os bendecirá con hijos que os hará dichosa. – Parloteó soñadoramente la doncella.

– ¿Qué sabrás tú del gozo de la vida y la alegría de los hijos, si ni siquiera aún te has esposado?. – Susurró lo bastante audible para que lo pudiese escuchar la otra doncella que estaba sentada frente a ellas dos y que no había intercedido en la conversación de su  señora y su compañera.

– ¿¡Pero señorita!?, es que no puede ver la...

– ¡No molestes más a la señorita, Anko!. – Estableció la doncella que había estado callada hasta ese instante. – Tú aún eres muy joven para saber sobre la fortuna y desaliento de la vida. Eres demasiado joven e ilusa para comprender el corazón de una noble dama y para expresarte de esa manera sobre los sentimientos de nuestra señora.

Mikoto levantó su rostro para mover sus labios, sin llegar a pronunciar la  palabra  "gracias" en alto, pero aquellos amables ojos entendieron lo dicho y sonrió para tranquilizar a su señora.

Aquellos ojos de mirada condescendiente a Mikoto desde el asiento del frente eran dueños de su más fiel dama de compañía y confidente de los receloso secretos de la futura esposa, porque ella era la única que conocía todo los que ocultaba su señora comprendiendo los temores y anhelos que en ese momento divagaban en su cabeza como culebrillas serpenteando en el interior de un arcón. Por eso, ella sabía que Mikoto no solo lloraba la pérdida de su amado y el que estaba a pocos caso de contraer nupcias con un hombre al que no amaba sino que también lloraba la deshonra de la que iba a ser acusada cuando el señor Hatake descubriera en el lecho matrimonial el pecado en su cuerpo y el miedo que a Mikoto le acarreaba que, su querido, padre la repudiaría, lograban quitarle el sueño y el apetito.

El carro volvió a detenerse minutos más tarde pero en esta ocasión la puerta del carro fue abierta y las dos doncellas bajaron del vehículo primero para luego, hacerlo Mikoto que no se atrevió a mirar el magnífico edificio hasta que estuvo de pie sobre la adoquinada superficie.

Los ojos negros de Mikoto se elevaron en la estructura de piedra tallada que formaba la catedral y sintió como si todas aquellas gárgolas de piedra la miraran con intensidad y burla en sus inertes ojos mohosos por lo que iba a ocurrir, por lo que ella misma iba a condenar su vida para enorgullecer a su padre.

Mikoto iba a dar un pasó al frente sintiendo como un escalofrío repentino le erizó todo el vello al percibir una ráfaga de brisa helada que le susurró en los oídos como una consejera la realidad de su vida.

Mikoto tomó una bocanada de aire hasta llenar sus pequeños pulmones, tanto como le permitía el apretado corsé, y lo soltó con suavidad antes de escuchar la voz de su padre que se acercó a ella y le besó la frente, como venía haciendo desde el día en que había nacido.

– Padre... esto es lo mejor, ¿cierto? – Preguntó en busca de aliento para lo que iba hacer antes de tomar el brazo de su progenitor con fuerza, como un apoyo para ser guiada hasta el altar de la catedral, pudiendo ver al señor Hatake esperándola con su cuerpo tan derecho y elegante como si se tratara de una estatua de mármol exquisitamente esculpida y detrás de la mesa al señor obispo, esperando impaciente el casar a tan diferentes personas.

– Por supuesto, hija. Has tenido suerte de que el buen señor Hatake se fijase en ti después de la muerte de ese deshonorable hombre que nos tenía tan bien engañados. – Le recordó Madara acariciando la mano de su hija que sujetaba su brazo. – Aún estoy agradecido que tan horrible hombre no haya entrado en nuestra familia y difamado nuestro buen apellido. – Aclaró con severidad para continuar hablando. – Debes ser consciente que es muy difícil el encontrarte a un buen hombre después de que tu compromiso anterior se hubiese hecho público en la sociedad y se diera a conoces todas la mala obra que causó antes de que recibiese su castigo pero al señor Hatake, no le importó el venir corriendo a pedirme tu mano y darme sus buenas referencias para convencerme de que no existía mejor hombre que él para que cuidara de ti, a pesar de no pertenecer a nuestra misma clase social ni poseer un linaje destacable. Cuando me presenté ante el rey en busca de su de permiso para vuestro casamiento no dudó en conceder está unión. – Madara miró a su hija con el rostro más pálido de lo normal y sus ojos enrojecidos con la retina, brillante a causa de la humedad, y que confundió con ansiedad a esposarse con el hombre que él había dispuesto. – No temas a tu futuro esposo, Mikoto. Puede que no seas su primera mujer pero eres la más adecuada de todas, la indicada para volver hacer florecer el buen nombre de nuestra familia y le darás hijos varones como tu madre no pudo brindarme para continuar con la pureza de nuestro linaje.

Mikoto miró a su padre después de escuchar su ufano discurso y a medio camino de llegar al altar, la punzada que sentía en su pecho se intensificó, otorgándole valor para poder hablar, para atreverse a decir las palabras que cobardemente no se había atrevido a pronunciar en el momento que se enteró del compromiso, tan pronto hecho, sin haberle permitido guardarle el luto a su difunto pretendiente a pesar de que se había enterado de que no se trataba de una buena persona.

– Padre, no amo al señor Hatake, no quiero casarme él. – Mikoto pronunció cada palabra con demasiada lentitud, como si cada vocablo pesará una tonelada y le costara abandonar su cuerpo.

Madara se detuvo para mirar a su hija con el entrecejo fruncido y un millar de arrugas en su frente. Luego, apretó con fuerza la muñeca de la mano de Mikoto con la que le estaba sujetando el brazo.

– Padre, me está lastimando.

– Escucha bien, Mikoto. Tú te casaras hoy y ahora con Sakumo Hatake porque es mi decisión, la elección de dios y  la bendición del mismísimo rey. – Madara miraba con furia a su hija que se encontraba asustada por el tono tan estricto de sus palabras. – Si sientes aprecio por mí, tu padre, no dejarás que nuestro apellido caiga en decadencia y nosotros en la ruina. Esta boda se realizará y tú, harás alago de la educación que te he dado comportándote en la mujer que tienes que ser, Mikoto.

– S-Sí, padre. Yo no lo defraudaré. – Respondió con un nudo en la garganta.

– Así me gusta, hija. – Habló complacido liberando la muñeca de su hija, sin preocuparse por lo enrojecida que había quedado la piel donde había mantenido el agarre de su sucesora.

Mikoto soltó nuevas lágrimas por las duras palabras de Madara y en ese instante comprendió lo insignificante que era en el mundo aunque se tratase de la futura "Marquesa de Sharingan", ella no era más que una mujer, no disfrutaba de derechos ni de la palabra para hacerse oír como los hombres y su educación no le permitía desobedecer la petición de su padre, a pesar de sus propios sentimientos de rechazo hacia los deseos de Madara, ese día descubrió lo injusto que era la sociedad con sus reglas, lo cruel que era la vida para ella.

Madara y Mikoto caminaron hacia el altar de la catedral y al llegar, Sakumo sonriente hizo una sencilla reverencia antes de tomar y besar la mano de su, ya casi, esposa. Cuando Mikoto se puso frente al obispo y a un lado de Sakumo, la boda comenzó teniendo como testigo tan solo unos pocos nobles conocidos de Madara, amigos burgueses de Sakumo y los empleados de hogar que estaban en la entrada de la catedral para no interferir en el casamiento con sus pobres vestidos que desentonaban con el de sus señores.

La ceremonia recitada vehemente en latín trascurrió con demasiada lentitud, casi pareciese que no iba a terminar  tan sólo para ser una tortura para la novia, pero cuando llegó a su final, con la aceptación de los prometidos y la última bendición del obispo, nadie pareció tan feliz como lo era el señor Hatake, al que con una radiante sonrisa de triunfo no prestó la suficiente atención a su abatida esposa que apenas cruzaba una mirada con el resto de invitados que se acercaban al nuevo matrimonió para darle sus buenos deseos antes de ir al palacio del marqués para disfrutar de una comida demasiado silenciosa que no daba a conocer el acto que la causaba.

Al final del día, como bien establecido está en la buena educación social, los invitados se retiraron a sus hogares en completa calma y el señor Hatake tomaría posesión en la casa de Madara como el nuevo "Marques de Sharingan" y cumpliría con su obligación junto a su esposa con la esperanza de que fuese fecundada para traerle un varón, un niño puro que cargara con el título nobiliario, tal y como era esperado.

Mikoto se encontraba completamente nerviosa esperando en la alcoba con su recatado camisón de lana, el cual utilizaba en esas fechas para no sentir el fresco de la noche. Ella era consciente de lo que iba a ocurrir en breve y sabía que el señor Hatake entraría para exigir sus derechos como marido y eso, la horrorizaba al mismo tiempo que la estremecía de pavor.

La puerta de la alcoba se abrió de repente y haciendo sobresaltar a la mujer que intentó mostrarse tranquila ante la obviedad de ver a su esposo que sonrió al verla en aquel atuendo tan informal.

– Sakumo... – Pronunció el nombre como un suspiro para liberar la tensión que bullía en su cuerpo aunque eso, no apaciguó los nervios que la torturaban.

– No temas Mikoto, soy un caballero ante todo. – Aseguró mientras comenzó a retirar sus ropas sin pudor. – Soy tu esposo.

Mikoto se giró dándole la espalda, a su ahora, marido y sus manos las cerró en puños que apretó con fuerza ante la impotencia que sentía al haberse casado con un hombre que no quería.

Cuando Sakumo terminó de vestirse se acercó a su hermosa mujer y agarró sus hombros para aspirar el aroma a sándalo que desprendía el negro pelo para con lentitud, girarla y besarle la frente con la intensión de que Mikoto se dejase hacer. Luego, Sakumo abrazó con un brazo la estrecha cintura de su mujer y la guió con tranquilidad a la mullida cama en la que la recostó de frente a él, de la misma manera que se trata  algo frágil y de gran valor.

– Mikoto, eres tan bella como mi difunta esposa, casi pudiese afirmar que eres su mismo retrato. – Comentó con ternura mientras acariciaba con la yema de los dedos la piel de la mejilla de su esposa. – Tu blanca y suave piel, tus afables ojos y tu hermoso cabello de seda. Me recuerdas tanto a ella como si estuviera viendo a un espejo, como si tú fueses su reflejo. – Confesó antes de besar furtivamente la pequeña boca de labios rosas.

Mikoto derramó nuevas lágrimas mientras se revolvía incómoda bajo su esposo, sintió como Sakumo de improviso desgarró su camisón y alguno de los botones salieron disparados por el aire con fuerza. El camisón desgarrado dejó a la vista el blanco pecho de Mikoto, donde entre sus senos descansaba un peculiar y valioso colgante de oro laboriosamente detallado, sin duda, era un trabajo hecho por el mejor artesano de la ciudad.

Mikoto mordió el labio inferior de su esposo debido al miedo que le asaltó el cuerpo al sentir una mano de Sakumo sobre uno de sus pechos y este, se alejó con un poco de sangre en sus labios, la cual limpió con rapidez mientras que su esposa  tenía la respiración agitada, las mejillas sonrosadas y los ojos cristalizados.

Mikoto se sentó sobre la cama cubriendo su cuerpo con el camisón y apretando sus manos en su pecho donde su corazón golpeaba con fuerza a cada latido, sin darse cuenta de la mano que viajó por el aire hasta terminar chocando en una de sus mejillas haciéndola enrojecer de  inmediato.
En la habitación solo se escuchaba los sollozos de Mikoto hasta que el silencio fue roto por  ella misma.

– Lo siento. – Murmuró pero no recibió ninguna respuesta de Sakumo que la miraba con intensidad. – Lo siento pero yo no puedo.

– Entiendo que estés asustada pero soy tu esposo. Tienes que cumplir.

– No te quiero... – Le confesó. – Me casé contigo... porque padre así lo decidió...

– Eso no es motivo para esta humillación, Mikoto. Puede que ahora no me ames pero me querrás y ante Dios has jurado complacerme, entre los hombres y el rey juraste ser mi mujer, así que no tienes derecho a rechazarme en tu cama.

– No, yo no puedo, aún tengo sentimientos hacia... – Pero el dolor que sentía aun por su pérdida no le permitía pronunciar el nombre del hombre al que amaba.

– Él está muerto y era un infame hombre. – Masculló con enfado. –Yo soy tu marido.

– Lo sé, pero...

– Pero...¿qué?. No tienes derecho a hacerme esperar por un hombre muerto, te deseo desde el mismo instante que te vi. Tú eres mi mujer y tienes obligaciones conmigo – Interrumpió Hatake molesto.

– Haz dicho que eres un caballero entonces espera, por favor.

– ¿¡Esperar!? No pienso hacer tal cosa y eso no retira el que sea un caballero por exigirle a mi esposa lo que deseo. Por demandar que cumpla con su deber.

– Te lo ruego, espera un poco, al menos tres días y yo podré estar contigo.


– ¡Tres días!. – Gruñó escandalizado por lo que Mikoto le pidió antes de cogerla con fuerza de sus brazos. – Ya te dije que no voy a esperar. – Afirmó Sakumo antes de imponer sus deseos sin compasión alguna.

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