-Agrio.-
El otoño había llegado hacia un mes y
medio atrás pero ese año, parecía haberse apiadado de los ciudadanos de La Hoja
porque se podía percibir desde el mismo día que esta estación entró con su
temperatura suave, -como la habitualmente se percibía a principios de la
primavera-, sin llegar a helar, para que los habitantes se acostumbrarán al
frío con calma antes de la aparición del inverno.
Sin embargo, este día parecía más frío,
silencioso y oscuro del otoño aunque habían árboles que parecían no querer
adaptarse a la estación todavía, algunos, ya estaban comenzando a teñirse de
dorado y naranja, algo muy inusual para esa fecha tan entradas en otoño. Por lo
general, los árboles habrían perdido sus hojas y los pocos pájaros anidados en
sus ramas, que aún sé sabían que estaban revoloteando para buscar las escasas
semillas antes de emigrar a parajes más cálidos, parecía haber desaparecido de
la zona antes de lo acostumbrado.
Las nubes grises estaban aglomeradas,
cubriendo el azul claro del cielo
provocando que la capitalina ciudad se viese triste y desoladora con los
enormes edificios donde dormitaban las añejas gárgolas de piedras, observadoras
silenciosas de la ciudad y sus habitantes.
Las nubes comenzaron a dejar caer su
cargamento de agua en una lluvia fina y leve que no parecía un problema para
los pocos transeúntes que a esas horas de la madrugada se encontraban en la
calle de la ciudad perteneciente al Reino del Fuego.
Un perro rompió el silencio de esa
mañana cuando ladró al escuchar el carro tirado por dos corceles de pura sangre
de un hermoso pelaje rojizo y de buena crianza.
Los dos caballos habían relinchado
cuando el cochero tiró con fuerza de las riendas para frenarlos junto al soez
gruñido que emitió, evitando de esta manera no acabar atropellando a una mujer
pelirroja que vestía con atuendos humildes y roídos, pues la susodicha se había
lanzado a la calle sin mirar, cayendo al frente del carro.
–¡Está demente, mujer!. – Gritó el hombre a la mujer que parecía haberse
paralizado a causa del susto a ser atropellada, soltando lo que poseía entre
sus manos, en un acto reflejo, para cubrirse el cuerpo, en un intento de evitar
la colisión que nunca llegó a producirse.
– ¡Al ladrón! ¡Detengan a esa mujer!. –
Interrumpió los gritos procedentes de tres personas desde el callejón de donde
se podía suponer que había salido aquella mujer de cabellos de fuego.
Ante el bramido que emitían aquellas
personas que venían corriendo, la mujer se lanzó sin más, bajo las patas de uno
los corceles para poder recuperar entre sus manos la hogaza de pan, algo sucia
debido al haber caído al suelo.
La pelirroja una vez obtuvo aquel
alimento, sin siquiera haber mirado a la cara del cochero que aulló asustado al
verla lanzarse hacia los equinos, se marchó corriendo seguida de aquel grupo de
personas que vociferaba el mal camino que, probablemente, el hambre la había
arrastrado a seguir como una fuerte corriente de agua torrenciales de un bravo
río.
–¡Tranquilos!. – Demandaba el cochero
para calmar a los dos animales que se había
puestos más nerviosos con los gritos de los que perseguían a la joven.
La ventanilla cubierta por la
cortinilla de tela verde que impedía ver el interior del carruaje y sus
ocupantes se retiró y por ella, se asomó el rostro de una mujer pero por su
aspecto, se entendía que no era más que una criada.
– ¡Tazuna! ¿por qué nos hemos detenido
por tanto tiempo?. El señor Madara se pondrá furioso si la señorita Mikoto no
llega a la hora. Recuerda que nos dirigimos al casamiento de la señorita y
quedó mandado que llegara puntual a la catedral sino queremos ser despedidos. –
Reprendió con severidad la joven doncella al cochero y sin dejarlo dar una
explicación coherente a ese entretenimiento, la muchacha volvió a esconder su
rostro dentro del carruaje, cerrando la cortinilla para que nadie viese a su
señora.
– No se preocupe señorita, pronto
llegaremos. – Informó con dulzura la muchacha al ver el rostro afligido de su
señora que ella interpretó como nerviosismo a tan esperado acto.
Mikoto cerró con fuerzas sus párpados
para volver a abrirlos con lentitud, sus ojos mostrando su iris tan negro como
la tinta y con un pañuelo, de fina seda blanca, limpió su nacarada cara de las lágrimas que aún le
brotaban a causa del dolor que cargaba su alma.
– Tiene suerte señora, he escuchado que
el señor Hatake es un hombre muy bueno y religioso todo lo que puede desear una
dama tan bien educada como usted. Es el hombre perfecto para que conserve y
cuide el buen nombre de su familia y sea el nuevo "Marqués de
Sharingan". – Intentaba reconfortara la criada a su señora. –Debe de estar
contenta, mi señora.
–¡Cállate!. – Ordenó Mikoto apretando
con fuerza el pañuelo sobre la falda de su vestido nuevo y con el que se iba a
casar, al escuchar la ignorancia de su doncella al padecimiento de su
desventurado corazón. – ¿Qué sabrás tú de suerte?. – Replicó mientras nuevas
lágrimas surcaron sus mejillas hasta caer sobre su traje. –¿Que sabrás tú de la
felicidad que anhela alguien como yo?.
– Señorita, no diga eso o ¿no es bueno
encontrar a un buen mozo que la despose
y pueda conservar el buen nombre de su familia como el suyo propio?. El señor
Hatake será un buen esposo. El os respeta y estima a vuestro padre como si
fuese el mismísimo rey del Fuego. Este matrimonio no puede estar mejor
arreglado y con el tiempo, os llenará de felicidad e incluso, estoy segura que dios os bendecirá
con hijos que os hará dichosa. – Parloteó soñadoramente la doncella.
– ¿Qué sabrás tú del gozo de la vida y
la alegría de los hijos, si ni siquiera aún te has esposado?. – Susurró lo
bastante audible para que lo pudiese escuchar la otra doncella que estaba
sentada frente a ellas dos y que no había intercedido en la conversación de
su señora y su compañera.
– ¿¡Pero señorita!?, es que no puede
ver la...
– ¡No molestes más a la señorita,
Anko!. – Estableció la doncella que había estado callada hasta ese instante. –
Tú aún eres muy joven para saber sobre la fortuna y desaliento de la vida. Eres
demasiado joven e ilusa para comprender el corazón de una noble dama y para
expresarte de esa manera sobre los sentimientos de nuestra señora.
Mikoto levantó su rostro para mover sus
labios, sin llegar a pronunciar la
palabra "gracias" en
alto, pero aquellos amables ojos entendieron lo dicho y sonrió para
tranquilizar a su señora.
Aquellos ojos de mirada condescendiente
a Mikoto desde el asiento del frente eran dueños de su más fiel dama de
compañía y confidente de los receloso secretos de la futura esposa, porque ella
era la única que conocía todo los que ocultaba su señora comprendiendo los
temores y anhelos que en ese momento divagaban en su cabeza como culebrillas
serpenteando en el interior de un arcón. Por eso, ella sabía que Mikoto no solo
lloraba la pérdida de su amado y el que estaba a pocos caso de contraer nupcias
con un hombre al que no amaba sino que también lloraba la deshonra de la que
iba a ser acusada cuando el señor Hatake descubriera en el lecho matrimonial el
pecado en su cuerpo y el miedo que a Mikoto le acarreaba que, su querido, padre
la repudiaría, lograban quitarle el sueño y el apetito.
El carro volvió a detenerse minutos más
tarde pero en esta ocasión la puerta del carro fue abierta y las dos doncellas
bajaron del vehículo primero para luego, hacerlo Mikoto que no se atrevió a
mirar el magnífico edificio hasta que estuvo de pie sobre la adoquinada
superficie.
Los ojos negros de Mikoto se elevaron
en la estructura de piedra tallada que formaba la catedral y sintió como si
todas aquellas gárgolas de piedra la miraran con intensidad y burla en sus
inertes ojos mohosos por lo que iba a ocurrir, por lo que ella misma iba a
condenar su vida para enorgullecer a su padre.
Mikoto iba a dar un pasó al frente
sintiendo como un escalofrío repentino le erizó todo el vello al percibir una
ráfaga de brisa helada que le susurró en los oídos como una consejera la
realidad de su vida.
Mikoto tomó una bocanada de aire hasta
llenar sus pequeños pulmones, tanto como le permitía el apretado corsé, y lo
soltó con suavidad antes de escuchar la voz de su padre que se acercó a ella y
le besó la frente, como venía haciendo desde el día en que había nacido.
– Padre... esto es lo mejor, ¿cierto? –
Preguntó en busca de aliento para lo que iba hacer antes de tomar el brazo de
su progenitor con fuerza, como un apoyo para ser guiada hasta el altar de la
catedral, pudiendo ver al señor Hatake esperándola con su cuerpo tan derecho y
elegante como si se tratara de una estatua de mármol exquisitamente esculpida y
detrás de la mesa al señor obispo, esperando impaciente el casar a tan
diferentes personas.
– Por supuesto, hija. Has tenido suerte
de que el buen señor Hatake se fijase en ti después de la muerte de ese
deshonorable hombre que nos tenía tan bien engañados. – Le recordó Madara
acariciando la mano de su hija que sujetaba su brazo. – Aún estoy agradecido
que tan horrible hombre no haya entrado en nuestra familia y difamado nuestro
buen apellido. – Aclaró con severidad para continuar hablando. – Debes ser
consciente que es muy difícil el encontrarte a un buen hombre después de que tu
compromiso anterior se hubiese hecho público en la sociedad y se diera a
conoces todas la mala obra que causó antes de que recibiese su castigo pero al
señor Hatake, no le importó el venir corriendo a pedirme tu mano y darme sus
buenas referencias para convencerme de que no existía mejor hombre que él para
que cuidara de ti, a pesar de no pertenecer a nuestra misma clase social ni
poseer un linaje destacable. Cuando me presenté ante el rey en busca de su de
permiso para vuestro casamiento no dudó en conceder está unión. – Madara miró a
su hija con el rostro más pálido de lo normal y sus ojos enrojecidos con la
retina, brillante a causa de la humedad, y que confundió con ansiedad a
esposarse con el hombre que él había dispuesto. – No temas a tu futuro esposo,
Mikoto. Puede que no seas su primera mujer pero eres la más adecuada de todas,
la indicada para volver hacer florecer el buen nombre de nuestra familia y le
darás hijos varones como tu madre no pudo brindarme para continuar con la
pureza de nuestro linaje.
Mikoto miró a su padre después de
escuchar su ufano discurso y a medio camino de llegar al altar, la punzada que
sentía en su pecho se intensificó, otorgándole valor para poder hablar, para
atreverse a decir las palabras que cobardemente no se había atrevido a
pronunciar en el momento que se enteró del compromiso, tan pronto hecho, sin haberle
permitido guardarle el luto a su difunto pretendiente a pesar de que se había
enterado de que no se trataba de una buena persona.
– Padre, no amo al señor Hatake, no
quiero casarme él. – Mikoto pronunció cada palabra con demasiada lentitud, como
si cada vocablo pesará una tonelada y le costara abandonar su cuerpo.
Madara se detuvo para mirar a su hija
con el entrecejo fruncido y un millar de arrugas en su frente. Luego, apretó
con fuerza la muñeca de la mano de Mikoto con la que le estaba sujetando el
brazo.
– Padre, me está lastimando.
– Escucha bien, Mikoto. Tú te casaras
hoy y ahora con Sakumo Hatake porque es mi decisión, la elección de dios y la bendición del mismísimo rey. – Madara
miraba con furia a su hija que se encontraba asustada por el tono tan estricto
de sus palabras. – Si sientes aprecio por mí, tu padre, no dejarás que nuestro
apellido caiga en decadencia y nosotros en la ruina. Esta boda se realizará y
tú, harás alago de la educación que te he dado comportándote en la mujer que
tienes que ser, Mikoto.
– S-Sí, padre. Yo no lo defraudaré. –
Respondió con un nudo en la garganta.
– Así me gusta, hija. – Habló
complacido liberando la muñeca de su hija, sin preocuparse por lo enrojecida
que había quedado la piel donde había mantenido el agarre de su sucesora.
Mikoto soltó nuevas lágrimas por las
duras palabras de Madara y en ese instante comprendió lo insignificante que era
en el mundo aunque se tratase de la futura "Marquesa de Sharingan",
ella no era más que una mujer, no disfrutaba de derechos ni de la palabra para
hacerse oír como los hombres y su educación no le permitía desobedecer la petición
de su padre, a pesar de sus propios sentimientos de rechazo hacia los deseos de
Madara, ese día descubrió lo injusto que era la sociedad con sus reglas, lo
cruel que era la vida para ella.
Madara y Mikoto caminaron hacia el
altar de la catedral y al llegar, Sakumo sonriente hizo una sencilla reverencia
antes de tomar y besar la mano de su, ya casi, esposa. Cuando Mikoto se puso
frente al obispo y a un lado de Sakumo, la boda comenzó teniendo como testigo
tan solo unos pocos nobles conocidos de Madara, amigos burgueses de Sakumo y
los empleados de hogar que estaban en la entrada de la catedral para no
interferir en el casamiento con sus pobres vestidos que desentonaban con el de
sus señores.
La ceremonia recitada vehemente en
latín trascurrió con demasiada lentitud, casi pareciese que no iba a
terminar tan sólo para ser una tortura
para la novia, pero cuando llegó a su final, con la aceptación de los
prometidos y la última bendición del obispo, nadie pareció tan feliz como lo
era el señor Hatake, al que con una radiante sonrisa de triunfo no prestó la
suficiente atención a su abatida esposa que apenas cruzaba una mirada con el
resto de invitados que se acercaban al nuevo matrimonió para darle sus buenos
deseos antes de ir al palacio del marqués para disfrutar de una comida
demasiado silenciosa que no daba a conocer el acto que la causaba.
Al final del día, como bien establecido
está en la buena educación social, los invitados se retiraron a sus hogares en
completa calma y el señor Hatake tomaría posesión en la casa de Madara como el
nuevo "Marques de Sharingan" y cumpliría con su obligación junto a su
esposa con la esperanza de que fuese fecundada para traerle un varón, un niño
puro que cargara con el título nobiliario, tal y como era esperado.
Mikoto se encontraba completamente
nerviosa esperando en la alcoba con su recatado camisón de lana, el cual
utilizaba en esas fechas para no sentir el fresco de la noche. Ella era
consciente de lo que iba a ocurrir en breve y sabía que el señor Hatake
entraría para exigir sus derechos como marido y eso, la horrorizaba al mismo
tiempo que la estremecía de pavor.
La puerta de la alcoba se abrió de
repente y haciendo sobresaltar a la mujer que intentó mostrarse tranquila ante
la obviedad de ver a su esposo que sonrió al verla en aquel atuendo tan
informal.
– Sakumo... – Pronunció el nombre como
un suspiro para liberar la tensión que bullía en su cuerpo aunque eso, no apaciguó
los nervios que la torturaban.
– No temas Mikoto, soy un caballero
ante todo. – Aseguró mientras comenzó a retirar sus ropas sin pudor. – Soy tu
esposo.
Mikoto se giró dándole la espalda, a su
ahora, marido y sus manos las cerró en puños que apretó con fuerza ante la
impotencia que sentía al haberse casado con un hombre que no quería.
Cuando Sakumo terminó de vestirse se
acercó a su hermosa mujer y agarró sus hombros para aspirar el aroma a sándalo
que desprendía el negro pelo para con lentitud, girarla y besarle la frente con
la intensión de que Mikoto se dejase hacer. Luego, Sakumo abrazó con un brazo
la estrecha cintura de su mujer y la guió con tranquilidad a la mullida cama en
la que la recostó de frente a él, de la misma manera que se trata algo frágil y de gran valor.
– Mikoto, eres tan bella como mi
difunta esposa, casi pudiese afirmar que eres su mismo retrato. – Comentó con
ternura mientras acariciaba con la yema de los dedos la piel de la mejilla de
su esposa. – Tu blanca y suave piel, tus afables ojos y tu hermoso cabello de
seda. Me recuerdas tanto a ella como si estuviera viendo a un espejo, como si
tú fueses su reflejo. – Confesó antes de besar furtivamente la pequeña boca de
labios rosas.
Mikoto derramó nuevas lágrimas mientras
se revolvía incómoda bajo su esposo, sintió como Sakumo de improviso desgarró
su camisón y alguno de los botones salieron disparados por el aire con fuerza.
El camisón desgarrado dejó a la vista el blanco pecho de Mikoto, donde entre
sus senos descansaba un peculiar y valioso colgante de oro laboriosamente
detallado, sin duda, era un trabajo hecho por el mejor artesano de la ciudad.
Mikoto mordió el labio inferior de su
esposo debido al miedo que le asaltó el cuerpo al sentir una mano de Sakumo
sobre uno de sus pechos y este, se alejó con un poco de sangre en sus labios,
la cual limpió con rapidez mientras que su esposa tenía la respiración agitada, las mejillas
sonrosadas y los ojos cristalizados.
Mikoto se sentó sobre la cama cubriendo
su cuerpo con el camisón y apretando sus manos en su pecho donde su corazón
golpeaba con fuerza a cada latido, sin darse cuenta de la mano que viajó por el
aire hasta terminar chocando en una de sus mejillas haciéndola enrojecer
de inmediato.
En la habitación solo se escuchaba los
sollozos de Mikoto hasta que el silencio fue roto por ella misma.
– Lo siento. – Murmuró pero no recibió
ninguna respuesta de Sakumo que la miraba con intensidad. – Lo siento pero yo
no puedo.
– Entiendo que estés asustada pero soy
tu esposo. Tienes que cumplir.
– No te quiero... – Le confesó. – Me
casé contigo... porque padre así lo decidió...
– Eso no es motivo para esta
humillación, Mikoto. Puede que ahora no me ames pero me querrás y ante Dios has
jurado complacerme, entre los hombres y el rey juraste ser mi mujer, así que no
tienes derecho a rechazarme en tu cama.
– No, yo no puedo, aún tengo
sentimientos hacia... – Pero el dolor que sentía aun por su pérdida no le
permitía pronunciar el nombre del hombre al que amaba.
– Él está muerto y era un infame
hombre. – Masculló con enfado. –Yo soy tu marido.
– Lo sé, pero...
– Pero...¿qué?. No tienes derecho a
hacerme esperar por un hombre muerto, te deseo desde el mismo instante que te
vi. Tú eres mi mujer y tienes obligaciones conmigo – Interrumpió Hatake molesto.
– Haz dicho que eres un caballero
entonces espera, por favor.
– ¿¡Esperar!? No pienso hacer tal cosa
y eso no retira el que sea un caballero por exigirle a mi esposa lo que deseo.
Por demandar que cumpla con su deber.
– Te lo ruego, espera un poco, al menos
tres días y yo podré estar contigo.
– ¡Tres días!. – Gruñó escandalizado
por lo que Mikoto le pidió antes de cogerla con fuerza de sus brazos. – Ya te
dije que no voy a esperar. – Afirmó Sakumo antes de imponer sus deseos sin
compasión alguna.
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